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RustypetaS

He ahí el reto

No tengo nada más que decirme con el señor de seguridad. Tras explicarme tres veces que ayer visitó a un hijo suyo que está en la cárcel; he tenido que dispararle una ráfaga de monosílabos y un par de sonrisas rácanas para que se alejara. Es un hombre de unos sesenta años, de barba cana y tupida. Tiene una expresión amable y cuenta historias interesantes, pero, claro, a la tercera vez que las oyes ya no sabes qué responder; curiosamente, temes repetirte en las respuestas.

Queda poco más de media hora para cerrar y de la puerta de salida del museo los turistas manan a borbotones discontinuos, inquietos por no saber si tendrán tiempo de comprar ese regalito que, por cierto, podrían adquirir por la mitad en cualquier papelería del centro. No sé, seré yo que he perdido la sensibilidad por el turismo romántico o el respeto por el culto al recuerdo. De todos modos, por el bien de los turistas, espero que su recuerdo sea más resistente que el souvenir, de no ser así, en menos de un mes lo habrán olvidado todo.

Llevamos cinco minutos sin vender nada, me refiero al ordenador de caja y a mí —nunca tuve mucha conciencia de empresa—, y el salvapantallas se ha activado. Miles de estrellas pixeladas avanzan hacia mí a una velocidad preseleccionada de vértigo. ¿O soy yo que avanzo vertiginosamente por el espacio dejando atrás multitud de estrellas? Este salvapantallas es como todo en la vida: ambiguo. Si vas o vienes sólo depende de la perspectiva, del punto de vista. Un mismo trabajo puede ser una oportunidad, un reto y a la vez una lacra, el tope para un futuro que puja.

 

Cuando entré en este trabajo era el mayor de los retos: demostrarme a mí mismo que podía estudiar y trabajar, ser independiente. Así pasaron los meses y cumplí lo que quería. Mi ego estaba saciado de propósitos cumplidos; pero, poco a poco, todo se hizo rutina, y esta tedio. Últimamente, cuando —como ahora— el tiempo se despista y parece detenerse, puedo escuchar, ahogados por el enfrascado presente, los suspiros sollozantes del inconsciente; reprimidos de gritar a gusto la traición a mí mismo en la que se ha convertido este trabajo.

Ojala llegue el verano pronto. Ojala el flujo de ventas sea constante y yo no tenga tiempo de levantar la cabeza de la caja. Así el ordenador no estará ocioso, ni me hará ver las estrellas, ni yo me perderé en horizontes cercanos, de donde brotan pensamientos introspectivos que siempre terminan en culpa. Pensar en uno mismo da miedo. Te adentras en el terreno del enemigo: el sueño incumplido. Este trabajo por el que ahora me arrastro iba a ser un trampolín hacia mi sueño, el impulso que necesitaba. Sin embargo, el trampolín se ha quedado parado en lo más bajo y yo sigo enganchado a él, temeroso de saltar y hacerme daño.

Empiezo a ver que el verdadero daño es el que duele por dentro, el que va comiéndote las entrañas a mordiscos pequeños. Los proyectos personales son armas de dos filos. O se ponen todos los esfuerzos en el empeño y se vive una vida conciente, o, lo más fácil,  se lanza uno al río y deja que la corriente social haga el resto.

¿Vivir o empezar a morir? Es decir, ¿Nadar o dejarse llevar como un cuerpo sacudido por el azaroso oleaje de las circunstancias? He ahí el reto.

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